miércoles, 30 de abril de 2008

"Esmeraldas gastadas", cuento

Le habían dejado cuidando de ella, de esta niña con mirada perdida que cantaba canciones que nadie más conocía y que ella misma no recordaba donde diablos las había aprendido. Las canciones de la pequeña loca le parecían llegar desde un mundo muy distante a éste, y por eso mismo tan tristemente hermosas. La veía meciéndoce en su cama con varandas de anciana y preguntarle entre coro y coro quién era ella. Y Julia, (solo por seguirle el juego de inventar mundos) le regalaba una respuesta diferente cada vez. No le molestaba en lo absoluto cuidar de Nina, la hermana menor de él.
Nina le hablaba de trajes, de colores, de bailes inventados y de sabores. Julia por su parte intentaba encontrar en la perdida cabeza el mínimo rastro de cordura, que tal vez encontraría inmersa en las misteriosas lagunas del alma de Nina. Pero mientras más preguntas le hacía, más se perdía ella misma en el laberinto de fantasías de la pobre infeliz. Pero, ¿no sería Julia más infeliz que la "pobre Nina"? Al menos Nina no era consciente de su propia desdicha, y cuando lloraba lo hacía por males inventados. Julia no contaba con esa morbosa dicha.

- ¡Que mucho ruido hace esa gente! ¿Quiénes son ellos? ¿Vienen a buscarme? ¡Silencio! Si nos oyen nos encuentran... – comentó repentinamente Nina.

- No Nina, no vienen a buscarte. Son los amigos de tu Tía Carlotta. Esta es tu casa, ellos solo están de visita, tú te quedas y ellos pronto se van. - respondió por centécima vez a la misma pregunta.

Esta situación era un poco extraña, no era esto lo que se imaginó cuando le dijo a él que quería que pasaran la tarde juntos. A pesar de todo, no le molestaba para nada que él estuviese en la sala conversando con la visita. Después de todo, era la celebración del cumpleaños de la Tía Carlotta, esa mujer que lo había criado a él y a Nina desde que su madre había muerto (mucho antes de que él midiese si quiera la mitad de los seis pies que tanto habían llamado su atención). Sin embargo, era ineludible aceptar que sentía una incomodidad inexplicable, que no sabía muy bien a qué (o más bien a quién) adjudicar. Era cierto sentimiento de inseguridad, un estado instintivo y animal de mantenerse a la defensiva, de no bajar la guardia, unas ansias por regresasr a su propia guarida lo más pronto posible; pero esta vez un poco diferente a la que generalmente le embargaba al cruzar el umbral de la puerta de esa casa en las visitas de los domingos. El sentimiento había incrementado justo cuando, en plena tertulia, la Tía Carlota le había pedido, en un sursurro discreto al oído de Julia, que cuidara de Nina un rato.
No era la compañía de Nina, a ella su presencia le parecía agradable, era como una gota de inocencia que le hacía recordar la que ella había perdido. Sentía allí cierta seguridad, como de territorio aliado en nación enemiga.
- ¿Seguro que no te molesta ocuparte con ella? Debe tenerte mareada ya con su preguntaera. Y sus cancioncitas hartan al más paciente. - comentó por sorpresa Tía Carlotta asomada por la puerta de la habitación, interrumpiendo la telaraña de pensamientos que Julia estaba a punto de decifrar ...

- No. La verdad es que... - Julia se volteó para verla mientras respondía pero la Tía no la dejó terminar interrumpiendo sarcásticamente con un:
- ¡Nooo! Claro, ¿cómo no? - a la vez que se retiraba con un pedazo de pastel en la mano.

Que nauseas, que mareo, que ganas de gritar, y de llorar y de salir a partirle la cara de una bofetada a ella y de lanzarle un grave insulto al estúpido éste que la había dejado allí sola en un terreno tan peligroso y tan odiadamente conocido, a la suerte y voluntad de una leona dispuesta a devorarla comentario a comentario, mirada a mirada, gesto a gesto, cual tortura china de pesadilla cada domingo. Esa no era capaz de creer que para Julia era un viaje voluntario tomar la mano de Nina y que la chiquilla le dijese: "Mis ojos son negros como los tuyos”; como si Julia fuese su espejo en lugar del frío cristal que la desmentiría, que despertaría a Nina a un mundo donde su ojos son verdes cual dos esmeraldas desgastadas de tanto soñar sin querer mirar lo que todos los demás veían. Claro, la Tía Carlotta no era capaz de ver vitud alguna en Julia, ni en nadie que tomara la mano de su queridísimo sobrino.
Cuando las náuseas la abandonaron le sorprendió sentir cierta satisfacción. Algo amarga, por cierto, como la que se siente al saber que el atentado terrorista de la semana pasada no tomó lugar en el tren que su hermana ocupaba; que son los familiares de otras personas, de extraños, los que aún lloraban. Una satisfacción algo vergonzosa pero inevitable de saber que la Tía no era capaz de entender su corazón porque el de ella era compasivo solamente consigo misma. Que juzgaba a Julia solo por su propia condición de existencia egoísta. Que incluso el amor que sentía por sus sobrinos era algo esgoísta, algo soberbio, algo de autocompasivo.

- Cuantas, cuantas estrellas, cuantitas, cuantas....- la voz de Nina llegó para calmar las lágrimas secas que los ojos de Julia se tragaban en negación de su acostumbrada trizteza, la misma con la que salía por la puerta de esa casa en sus escasas visitas.
- Todas, toditas, todas, toditas, todas alcanzarás... - la acompañó.

Porque sabía que en el fondo a veces envidiaba la locura de Nina, esa bendición maldita de no saber... versus la maldita bendición de su cordura.


Liomarys Reyes, todos los derechos reservados.

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